RUFO CRIADO

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Ojos de Agua Luigi Pingitore

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«No creo que la cuestión fuera nunca la de ser
abstracto o figurativo. En realidad, de lo que se trata es de terminar
con este silencio y esta soledad,
de respirar y estirar de nuevo los brazos.»
Mark Rothko

Hay un arte que se entrega total e inmediatamente a los ojos.

Cuerpo lujurioso, establece un contacto directo y no siente pudor por mostrarse al primer impacto.

Es un arte que habla a través de vibraciones, desesperado y poderoso, mientras invade nuestra sensibilidad. En casos como estos, no tenemos excusas que valgan ni barreras creíbles que oponer; nuestra única finalidad es dejarnos llevar, sin pensamientos y sin resistencias inútiles. Como mucho, conservando el miedo de que la realidad, poco después, ya no será tan importante.

«Mirar no es sólo un acto perceptivo; se enlaza con lo vivido, con la historia y la memoria del hombre, dando lugar a una experiencia compleja, donde no existen reglas y donde ver significa ser sorprendidos constantemente por algo.»

En casi todos sus ensayos, John Berger insiste en este punto. En la necesidad de cuidar el contacto inicial, totalmente físico, que establecemos con la obra. Nuestro cuerpo le entregará a los ojos toda la energía vital de la que disponemos. Llegará incluso a anularse, hasta encanalarse en la retina para amplificar al máximo su capacidad receptiva.

Berger nos enseña que es desde los ojos que fluye la emoción. La mirada no sabe mentir. Si se calienta, si vibra, la obra nos está hablando. Ya llegarán los momentos siguientes, en los que podremos involucrar a los demás sentidos. Lentamente el olfato, el oído, el gusto y el tacto se verán afectados por la emoción mientras recomponen nuestra presencia física en el lugar. Nos darán el sentido de nuestra inmanencia.

Pero será antes, en ese momento de contacto absoluto entre nosotros mismos y la obra cuando se produzca el satori.

El arte clásico nace para satisfacer esta emoción y hacer posible ese contacto. Quiere sacar al hombre de la realidad caótica y desordenada, en la que la ausencia de un objetivo superior nos debilita. Quiere alejarnos del magma de los días casuales y del pragmatismo de la vida concreta, para llevarnos a otro lugar.

El arte clásico no le pide al espectador su aprobación, sino que la establece con la fuerza de una maestría técnica casi sobrenatural y en base a una tensión hacia la belleza objetiva que fácilmente echa raíces en el corazón.

Es un proceso de in-mediata comunión que luego sufrirá, con el paso de los siglos, un cambio natural, transformándose a finales del siglo diecinueve en los primeros amagos de vanguardia.

Aún en plena Edad Media, en realidad, hay quien había empezado este proceso de erosión de la relación estable sujeto-objeto, proponiendo un método estilístico y conceptual revolucionario. Por ejemplo, cuando miramos la bóveda de la Cámara de los esposos en el Palacio Ducal di Mantua, con los frescos de Andrea Mantegna, ¿qué vemos exactamente? Un oculus, en el cual figuras de ángeles cogidos a un círculo miran hacia abajo y espían la tierra. Y nosotros, para mirar este detalle, tenemos que levantar la mirada, cruzando la de ellos y sintiéndonos nosotros mismos espiados. Sólo Mantegna, acostumbrado desde siempre a subvertir las reglas de la perspectiva con la que observamos el mundo (El Cristo Muerto es el ejemplo máximo de esta transformación) podía proponer a los ojos dóciles del hombre medieval esta audacia visual, en la que observador y cosa observada conviven al mismo nivel.

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Hay obras también que en vez de ir hacia el espectador, retroceden. Le piden al sujeto su aprobación emocional y física, una interpretación no sólo semántica sino incluso plástica. El arte del siglo XX nace de esta petición de movimiento, de esta transformación que se presenta como un auténtico cambio de dirección. En el que cuanto mayor es el nivel de conceptualidad de la obra, mayor es el camino del sujeto hacia el objeto.

Está claro que estas dos categorías, al ser extremas son también críticamente inestables. Pero ayudan a definir de forma aproximativa un movimiento, de desviación entre sujeto y objeto, que la historia del arte ha registrado.

Entre estos dos extremos, vemos la obra de Rufo Criado como una forma intermedia. Una forma que no establece un contacto pero que tampoco lo evita. Que diseña a través de la luminosidad polícroma de las cajas una atmósfera líquida, en la que la fuerza de gravedad que nos ancla a la tierra desaparece, se paraliza. Los ojos de agua de Criado son preguntas dirigidas a nuestra mirada; y la primera de estas preguntas que tenemos que hacernos es: ¿qué estamos mirando?

Las cajas de luz que Rufo Criado ha ubicado en el interior de la iglesia, algunas de ellas colgadas de un sutil hilo diáfano, otras simplemente situadas en una pared o en el suelo, son cuerpos. Cuando cruzamos el umbral, profundidad y fisicidad propias. Pero lo que estos cuerpos le dicen al ojo y la forma de comunicación que establecen no es inmediatamente comprensible.

Antes que nada, frente a estos objetos no puede existir la pretensión de una ordenada situación semántica. ¿Qué son exactamente? ¿Qué estructura real presiden, más allá de su corporeidad? Instalación, escultura, fotografía? Nos sentimos invadidos por un sentimiento de epojé. La falta de coordenadas debilita, estamos a punto de desvanecer. Es exactamente aquí – lo descubriremos enseguida – donde el artista ha querido llevarnos. Su intención era la de crear dudas racionales, para luego disiparlas en el plano emotivo.

Pero, como sugería Berger, las cajas de luz sobre todo hay que mirarlas. Incluso mientras suspendemos el juicio no podemos evitar seguir observando. El continuo seguirse y cruzarse en la superficie polícroma de luces, puntos y segmentos que se rompen y vuelven a encontrarse, el juego sincrético y al mismo tiempo armonioso entre naturaleza y geometría, el continuo proponerse de iconos en su estado embrional, transforma la propia luz en una experiencia iniciática de absoluto estupor.

La luz es siempre la materia prima de todo lenguaje; en este caso, es algo más, es el alfabeto primordial que utiliza Rufo Criado para fotografiar su propia emoción.

Estas cajas, parecidas a pozos que emanan la luz y al mismo tiempo la absorben, parecen acompañar perfectamente el dicho de Nietzsche «Cuando miras el abismo, el abismo también te mira a ti.» Nos asomamos más allá del borde del pozo, en el abismo de luz y lo que la luz nos devuelve es nuestra imagen pensadora, fragmentaria, luminosa y suspendida.

Si hay un abismo, y cómo puede no haberlo, no esta ahí para indicar un camino o una trayectoria en que perderse. Y no propone ni siquiera un consuelo de trascendencia. La luz nos deja en manos de nuestra subjetividad. Podemos sólo mirar y ser observados.

La sensación de ser observados se amplifica además por la forma globular de las cajas. Por algún motivo el título de la exposición hará alusión a esto. Criado, retomando algunos versos de Octavio Paz, titula la exposición Ojos de agua. Son realmente ojos que nos observan. Mientras nosostros miramos, nos miran. Mientras nos miran, la acuosidad de la atmósfera nos sumerge.

Vuelve el mismo sentimiento de ambigüedad surgido ante el Mantegna de la Cámara de los esposos. Aquí también introducimos la mirada en la estructura circular para descubrir que somos nosotros los objetos espiados. Que sólo hay profundidad en la superficie. Y todo está ya expresado en esa piel de colores.

Pero, ¿qué miramos exactamente? En la luz está todo, está la esencia de todo dibujo por hacer y, por tanto, no será absurdo volver a encontrar el mismo dibujo del cielo azul y las caras de los ángeles de Mantegna, pero presentados en su esencia primitiva, ancestral. Utilizando el alfabeto purísimo de la luz, una luz aún informe, que precede a la materia y contiene en potencia todas sus infinitas variaciones.

Un paso hacia adelante. La disipación de la luz y la pesadez del objeto conviven en un sutil y enigmático equilibrio que los hace dialogar y casi los anula. En este sentido, Criado continúa el mismo discurso estético ya realizado por Alberto Burri y por Lucio Fontana.

Quiere, como hacía Burri con sus telas de saco, exponer una materia dura y tridimensional para denunciar en realidad su blandura, su transparencia. Igual que Fontana que perfora sus propias telas, verdaderas y propias heridas que denominaba en un juego semántico cargado de alusiones 'las esperas', también las cajas de Rufo Criado son rasgadas en su plasticidad por la superficie luminosa que está por encima de ellas. Y esa luz es una herida en el corazón de la materia, rompe la profundidad y la fisicidad del objeto abriendo la mirada y obligándola a ir más allá.

Actúa para desestabilizar el peso de las cajas y al mismo tiempo actúa también en nosotros, para desestabilizar nuestra percepción. Volvemos a la epojé. Nuestro juicio se rinde ante la presencia de esa luz. Es probablemente el mismo efecto provocado por la iglesia en los feligreses. Pérdida y deseo.

La iglesia, pues. Las cajas de luz nos traen hasta aquí. Al parecido profundo que estas obras manifiestan con los rosetones de las iglesias. No sólo pozos de luz, no sólo ojos. Intuimos que la forma circular, cuya superficie vítrea está decorada con luces, alude precisamente a los rosetones.

En los edificios románicos y góticos los rosetones tenían como finalidad emanar la luz difundiéndola en el centro de la nave. Eran la membrana que dividía el espacio exterior del interior y su acción se llevaba a cabo a través de la luz. Utilizaban, en resumen, el conjunto de elementos que ya hemos notado en las obras de Rufo Criado.

En absoluto casual, por tanto, la decisión de construir esta exposición en el interior de una iglesia. Tanto en el complejo de Santa Eulalia dei Catalani en Palermo como en San Biagio Maggiore en Nápoles, la iglesia se presenta como lugar ideal donde disponer en el espacio estas interrogaciones luminosas.

Implícitamente se refuerza la antiquísima alianza entre obra figurativa y templo. En Occidente, el arte nace bajo el signo de lo sagrado y de los lugares de culto. Con Criado tenemos la sensación de estar ante obras que vuelven a esta antigua vocación, creando con el lugar de la iglesia un diálogo sutil y enigmático.

De forma especial, en la exposición de Nápoles, este diálogo lleno de contrastes internos a la obra se extiende y conceptualiza también en el exterior. Estamos, de hecho, en uno de los lugares más antiguos y caóticos de la ciudad. Donde las calles que se cruzan y se superponen dibujan un tapiz multiforme de caras, sonidos, alegorías iconográficas (las estatuas de los pesebres de San Gregorio Armeno, las imágenes religiosas encajadas en las paredes de tufo…). Revolotea alrededor de la iglesia un frenesí pagano (estamos en el antiguo trazado del decumano mayor), que exorciza el sentido de la caducidad y de la muerte con una explosión de colores y de sabores.

Y aún así, esta mortalidad inmanente está presente en todas partes, imposible derrotarla. El tapiz de caras y sonidos tiene elementos violentos, se parece a una marea que amenaza con llevarse a quien no sepa afrontar la ola cogiéndola en el punto adecuado. La misma ciudad se cierra en la persona en el instante en que ésta intenta sentir la felicidad de un sabor o de un olor y la hace precipitar en su absurda perfección.

Está la violencia de un lugar irresuelto, contradictorio, rico de historia pero con un futuro que nunca se ha delineado. Que propone catarsis interrumpidas continuamente. Y entonces no hay nada más que hacer que cerrar los ojos, llevar la ciudad dentro de uno mismo. O bien buscar un refugio, volver a la iglesia. Descubriremos que éste es el método perfecto para explorar la exposición de Criado. Partir del interior de la iglesia, luego salir para sumergirse en la ciudad saboreando el contraste repentino, hasta llegar al límite y regresar a la iglesia, encontrar la suspensión acuosa y las luces de los rosetones para retomar el trabajo ininterrumpido de la mirada en el abismo.

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